¿Cómo?

¿Cómo te acomodas al silencio?¿Cómo a su vacío? 
¿Cómo, a los agudos filos?
¿A esa particular oscuridad?

¿Cómo cabes en tu casa si ellos cubren todos los rincones?

¿Cómo superas la asfixia?

¿Cómo?

Si hace apenas un rato te sostenía la genuina conexión que habita en las palabras,
si tu voz era escuchada y tu mirada sostenida.

¿Cómo?

Si tu sonrisa conocía el calor de las respuestas.

¿Cómo sobrevives el contraste?
¿Cómo,la contradicción?

¿Cómo te aclaras las reales pertenencias?

¿Dónde es tu lugar?

Un cariño a prueba de todo

La primera vez que me lo dijo era niña, una niña todavía asustada. El accidente en el que había muerto mi papá era relativamente reciente, aunque en realidad no recuerdo exactamente cuánto había transcurrido. El tiempo entonces rodaba de extrañas maneras.

-Me la regaló tu papá -dijo -y nos la vamos a tomar para tus quince años.

Mi tío Bolish se refería a una botella de tequila que mi papá le había traído de México. Era una botella que para mi absoluta fascinación tenía un gusanito reposando en el fondo.

Fue una tarde de sábado, en la sala de su casa, en Mixco. La botella estaba en una repisa, frente a, lo que según recuerdo, era su bar. Estábamos todos sentados platicando, algunos de los niños, mis abuelos, mi mamá y mi tía. De aquella tarde recuerdo con toda claridad la sensación de absoluta pertenencia, de ser familia, una sensación que gracias a él y mis abuelos y mi tía solo se multiplicó con el paso del tiempo.

Bolish era el segundo de los tres hijos que tuvieron mis abuelos, el segundo de los Serra Barillas. Mi papá, su hermano pequeño, falleció demasiado joven. Su muerte supuso una tragedia para sus padres y hermanos, para mi mamá y para las cuatro hijas que le sobrevivimos. Y la padecimos y superamos unidos, sostenidos por el amoroso andamiaje familiar que construyeron nuestros adultos.

Desde entonces hasta hoy, en medio de todos los cambios y a pesar de su ausencia, la familia Serra tuvo la capacidad de cobijarnos, sostenernos, apoyarnos y cuidarnos con un amor profundo y constante y genuino. Bolish fue espectacularmente cercano. Fue amoroso y presente. Con franca transparencia nos hacía sentir amadas, verdaderamente amadas. Junto a Mirtha, nuestra tía, tejieron una relación de tíos-sobrinas a prueba de todo. Siempre estuvo presente en nuestros asuntos, en las buenas y en las malas, siempre. Bolish cultivó un vínculo extraordinario con mi mamá y con nosotras. Aprendimos a quererlo con intensidad y gratitud.

Su partida implica un duelo profundo con distintas aristas. Lo queríamos tanto pero tanto. Nos dio tanto pero tanto.

Bolish era el último sobreviviente de los Serra Barillas, el último eslabón directo que nos conectaba con el núcleo familiar de mi papá. Su muerte cierra el ciclo universal del paso de una familia por la vida terrenal. La suya, una familia extraordinaria.

Todos estos días, desde el momento en que mi primo dio la noticia de su fallecimiento, su presencia en el pensamiento ha sido intensa. Un carrusel de recuerdos fragmentados emerge desde el centro de la memoria. Mucho se desata. Con el corazón aún en temblores no encuentro lenguaje preciso para describir tanto sentimiento.

Bolish fue un tío espectacular, dueño de una bondad insobornable, cariñoso y adorable. Chistoso en sus mejores épocas, antes de que la larga enfermedad lo abatiera. Pero a pesar de las dificultades que durante años deterioraron su salud, siempre lo sentimos cerca. Su cariño y presencia han sido sólida constante a lo largo de nuestras vidas. Es una sensación casi mística.

Fue ejemplo de trabajo y emprendimiento, un hijo protector y comprometido, el ángel guardián de mi abuela, especialmente después de la partida de mi abuelo. Un hombre de familia, amoroso padre y esposo. La misión familia Bolish y Mirtha la lograron con sobresaliente. Basta con observar a sus hijos y sus familias, a sus nietos, basta con apreciar la saludable dinámica que les rige.

Si hace tantos años él prometió a su hermano muerto amar y cuidar a sus sobrinas, ahora que están juntos, puede decirle que la cumplió con creces.

Qué afortunados fuimos todos por tener a Bolish, qué regalo de vida es llevar una sangre tan amorosa y comprometida como la suya, qué bendición pertenecer a su familia. Qué maravilloso es ser descendiente del núcleo Serra Barillas.

Con su muerte deja un vacío, cierra un ciclo, sí, pero también el ejemplo para continuar. Deja un legado y el regalo de un vínculo de cariño incondicional con mi tía y mis primos, con sus familias.

No llegamos a brindar con aquel tequila del gusano, pero la vida nos dio la oportunidad de brindar muchas veces, de celebrar la vida de tantas formas, de construir momentos.

Descanse en paz, querido Bolish, gracias por tanto. Su memoria, su risa y su mirada tan dulce permanecerán en nuestros corazones por el resto de los días.

Inolvidable, Tía Mariaco

Sucedió hace casi un mes. Fue durante Semana Santa, Lunes Santo para ser precisos. Lejos, del otro lado del mundo, viajábamos en tren cuando llegó la noticia. La modernidad está marcada por la hiperconectividad, los mensajes vuelan como cometas.

La noticia fue llegando desde Guatemala en desorden, como rompecabezas. El whatsapp tiene esa particularidad. Atando cabos entre mensajes dispersos llegué a la conclusión de que mi tía agonizaba. Durante los primeros días de mi ausencia avisaron que había empeorado. En silencio pedí que resistiera unos pocos días para poder estar, que me diera tiempo, pedía. El egoísmo es un rasgo tan visceralmente humano.

Mis cabos no estaban bien atados. Ya había muerto. Un sobrino se lo escribió a mi hijo. Así me enteré. Mi tía Mariaco murió de madrugada mientras dormía. Era hermana de mi mamá, la segunda de tres hermanas. Mi madre, la menor.

La distancia tiene el poder de ensanchar el dolor y también de amortiguarlo, una curiosa contradicción. Dolía la pérdida por todas las razones que duelen cuando perdemos a los cariños genuinos. Mi tía fue una de las personas más bondadosas que he tenido la dicha de conocer. Suave y silenciosa, incapaz de lastimar o de hablar mal o de condenar. Fue evidencia de que la bondad sin condiciones existe y no, no estuve cerca para decirle adiós. Dolía la distancia. Dolía no poder celebrar el rito de despedida. Mi sufrimiento mayor fue la incapacidad de acompañar a mi mamá.

Existen ceremonias que deben llevarse a cabo en familia, precisa la fuerza del sentimiento colectivo para completarlas a profundidad. Enterrar a nuestros muertos es, quizás, la más necesitada de íntima unión familiar. Tomarnos de las manos, enjugar el llanto los unos a los otros. Abrazarnos. Recordar juntos a quien estamos despidiendo, celebrar lo que fue su vida en la nuestra. Compartir silencios.

Nada de esto fue posible. No sostuve la mano de primas o hermanas o tías. No abracé largo y tendido a mi mamá en el momento oportuno. No vi a mi tía en su ataúd. No la enterré, padecía un duelo sobre otro.

Lo cierto es que después del paso por el espiral en caída de una nada corta enfermedad, mi tía Mariaco descansó. Tenía 78 años.

En la memoria queda la luz de sus ojos verdes, sus maneras silenciosas, sus pasitos como pidiendo permiso. Queda su gusto insobornable por la vida. Mi tía Mariaco no era sofisticada, ni ambiciosa ni complicada. Fue una de las personas más conformes que he conocido. La vida la puso a prueba con particular agudeza, le propinó muerte y pena desde joven, la retó de muchas formas y aún así, la recuerdo plena de entusiasmo. Una mujer alegre, con ganas de celebrar lo simple y cotidiano.

Fue personaje fundamental durante mi niñez. Con nadie me sentía tan a gusto como con ella. Me hacía sentir visible, invitada y bienvenida. Me llamaba “La Nicky”. Me invitaba a dormir a su casa, una granja en Piedra Parada, aldea de lo más rural y agreste, fascinante para nuestros ojos pequeños.

Su casa era un paraíso para niños. Carecía de los rasgos convencionales de un hogar urbano o de los tormentosos reglamentos que regían la vida en mi casa. Aquello era genial. Los días transcurrían en perpetua vacación. Sin horarios específicos para obligaciones específicas. Cuando invitaba a los sobrinos a la granja, como le llamábamos, sabíamos que una aventura inesperada estaba por suceder.

Tenía dos perros gran danés que sin éxito tratábamos de montar como si fueran caballos, se llamaban Payaso y Kansas. Eran enormes. También tenían una perrita salchicha consentida como niña. La Cuca era la mascota de Lorena, la hija mayor, una de los dos hijos que mi tía Mariaco vio morir. Además de los perros hubo un caballo colorado, también de Lorena. Se llamaba Billy the Kid. ¿Quién tiene un caballo en el jardín, frente a la ventana de su dormitorio y lo trata como una mascota más ? Solamente alguien como Tía Mariaco.

Mi tía nos dedicaba tiempo. Tiempo para jugar con nosotros, tiempo para dejarnos ser y hacer mientras nos contemplaba. Tiempo para llevarnos al cine y tiempo para cocinar inventos disparatados en su un poco caótica cocina. Tiempo para llevarnos a Interfer. Tiempo para escuchar con nosotros música norteña o tiempo para ver con inusitada paciencia cómo practicábamos shows.

En el jardín de su casa había una camioneta que nunca más arrancó y quedó ahí, como monumento trepado por plantas, un artefacto perfecto para usos múltiples infantiles. Nuestro favorito fue usarlo de escenario. Sobre el cadáver de lo que alguna vez fuera la camioneta de la tía, cantamos mil veces Grease Lightning, como si fuera la carcacha que Danny Zuko y Kenickie transformaban en la película. Además, mi tía resolvía nuestras dificultades técnicas. Se encargó de conseguir una extensión inmensa para que la pequeña grabadora que usábamos en nuestros intentos musicales se acercara a la camioneta. Más allá de eso, la tía Mariaco sentía nuestra alegría, la celebraba y disfrutaba. Qué regalo inmenso nos procuró.

Un mágico caos regía la vida doméstica de su hogar. Podíamos desayunar cubiletes con Fanta, a la hora que fuera. Bañarnos a la hora que quisiéremos…si queríamos. Teníamos permiso abierto, sin condición ni letra pequeña de jugar a nuestras anchas. Tanto, que montábamos espeluznantes casas de espantos en un salón inmenso y las habitaciones aledañas. Además de permitir aquel desorden, en medio de las tinieblas, los gritos y las muñecas decapitadas, la tía jugaba con nosotros.

Poníamos su casa literalmente de cabeza y no recuerdo haberla visto enojada o desesperada por aquella anarquía. En realidad, nunca la vi enojada.

Aquellos años tocaron fin demasiado pronto, antes de que la niñez terminara su curso. La muerte prematura de de mi tío provocó que Tía Mariaco con sus hijos se mudaran a casa de mis abuelos. La vida le cambió, la vida de todos cambió. Pero ella fue fuera de serie. A pesar de haber enterrado primero a un hijo pequeño y poco tiempo después a su marido, su cariñosa disposición permaneció intacta.

La adolescencia me atrapó mientras mi tía malabareaba para reorganizar a su familia en la nueva vida. Y, aunque cercanas y ella siempre infinitamente afectuosa y presente, el estrecho vínculo que nos unió durante mi niñez mutó a uno más convencional. Eso sí, con la historia y el cariño indemnes.

Durante los últimos días muchos recuerdos han ido aterrizando con detalles y nostalgias agudas. Fue mujer de discreta dulzura, de una nobleza a prueba de balas, capaz de resistir y aceptar y levantarse de nuevo sin asomo de amargura. Fue espectacularmente bella durante la juventud, alegre y vivaz. Fue paciente y cariñosa. La recuerdo con absoluta nitidez en los tiempos de antes como durante los últimos años.

Como si fuera apenas ayer, la veo entrar a la oficina, saludar a todos, caminar con su espalda ya encorvada, despacio. Entra en mi cubículo, me pongo de pie, le doy un beso. Generosa, pregunta por mis asuntos y escucha atenta a las respuestas. Su voz, bajita, como la de quien no quiere interrumpir o importunar, surge de memorias cercanas “¿Y cómo están Javier y Adrián?” pregunta una y otra vez. La veo con su pelito corto, su delineador verde, la bolsa pendiendo del antebrazo, nunca del hombro. La escucho. La veo. Siento todo y siento tanto.

Inolvidable, Tía Mariaco, una lucesita discreta a quien quise con toda el alma.

Los naufragios del corazón

“La edad más bonita es, a fin de cuentas, esa en la que se sabe qué sueños se tienen todavía, y la que aún te permite realizar algunos de ellos.”

Se conocen desde niños, coinciden en tiempo y espacio, en la Francia Bretona de posguerra. Sin embargo, pertenecen a mundos distintos. Aún así, George y Gauvain recorren la vida sin dejar de encontrarse y tenerse. En la juventud sintieron el irracional y poderoso llamado del deseo, una atracción sin rienda. Amparados por el arrojo de los pocos años, sucumbieron bajo un embrujo que, sin sospecharlo al principio, apenas comenzaba y se convertiría en un imán vitalicio. A partir de ese momento, ella dieciocho, él veintitrés o veinticuatro, no supieron dejar de acudir el uno al otro. Los unía una energía innombrable.

Sus existencias fueron marcadas por una serie de encuentros planeados en sitios tan dispares como las Islas Seychelles y Florida, pasando por París, por Montreal y por cada rincón del mundo capaz de brindar cobijo a una relación que empezó por los cuerpos y se fundió para siempre en el interior más profundo de cada uno de ellos.

A lo largo de la historia, narrada en primera persona con calidez inusitada y una cercanía que el lector mucho agradece, se desarrollan en paralelo sus respectivas vidas. Ella intelectual, académica, sofisticada parisina, historiadora de profesión. Él, marinero de aguas bravas. Cada quien en su sitio y en lo suyo, ganan ilusión al peso de la cotidianidad y a la desolación de la distancia, planeando el siguiente encuentro. Durante la prolongada intermitencia que define eso que los ata sin remedio, sostienen una intensa correspondencia. La complicidad y un complejo vínculo, marcado por el amor y la contradicción, no permiten que la relación termine.

Se quieren. Se necesitan. Se desean. En ningún ambiente pueden ser a lo largo y a lo ancho ellos mismos, como lo son cuando están juntos. Por eso el dolor durante la ausencia. Por eso las emociones les traicionan en los momentos de dificultad. Por eso aprenden a envejecer separados pero juntos. Por eso, precisamente, construyen una historia memorable. Una historia que solo la muerte sabrá terminar.

“…Es eso, el amor que no se acaba, el deseo que mantiene entre él y ella ese ligero temblor de aire, esa pulsión de vida que confiere un valor infinito a todos los momentos que pasan juntos.”

Benoit Groult, reconocida autora francesa, ofrece en esta novela pringada de brochazos autobiográficos más que el recuento de una historia de atracción, sexo y amor. El libro supone una serie de cuestionamientos y denuncias a la convención y el doble estándar. Aborda temas como la intimidad y libertad femeninas, la segregación social, el rostro voraz del capitalismo. Temas que por considerarse incómodos e inapropiados provocaron fuertes críticas cuando fue publicada por primera vez, en 1988.

Lectura que se disfruta plenamente, un acercamiento que genera no pocas preguntas, “Los naufragios del corazón” es ante todo, una conmovedora historia de amor.

“Porque el vocabulario del goce femenino es, hasta en los mejores autores, de una pobreza lamentable.”

Hasta siempre

Además de lo demás, la lectura es un espacio de afectos y complicidades. Pertenecer a una tribu de mujeres que leen ha sido fuente de vitalidades, de fuertes emociones.

De felicidad, para mencionar ejemplos. Somos afortunadas.

El de hoy ha sido un día distinto, una de nosotras ha muerto, la primera. A algunas la noticia nos pilla lejos, a todas nos tiene muy consternadas.

Quiero pensar que de alguna manera estuvimos cerca, que las que pudieron acompañar el entierro llevaban nuestra presencia, que estábamos tomadas de la mano, frente a sus restos, en un cariñoso rito de despedida.

Leo las últimas páginas del libro sobre el cual conversaremos dentro de pocos días. Será parteaguas, recordado de forma particular, el primero sin la inolvidable María Isabel. El que leíamos cuando María Isabel partió… el libro de María Isabel.

Nos acompañamos en los universos que suceden en los libros, comprendemos su poder, disfrutamos de la misma magia. Somos practicantes de una devoción que dicta la manera en que percibimos y llevamos y hasta desafiamos la vida.

Compartimos tanto que ante la pérdida definitiva nos une el mismo dolor.

Hasta siempre, María Isabel.

Muerte en la distancia

Contra los estragos del fallecimiento de un cariño inmenso, de una presencia sólida en la historia personal, de alguien que adornó la infancia con fantasías, con dulzura, y con generosidad los años de la lucidez, no existe antídoto.

Y si la muerte nos pilla lejos, sin posibilidad de un rito para la completa despedida, el dolor se llena de filo. Corta y entra, corta y entra.

Quedan recuerdos sobre un llano remordimiento. No hubo momentos para aprender a despedirnos. Lo importante sucumbió bajo lo urgente, lo imprescindible bajo lo absurdo.

Queda el recurso de la escritura para oficiar las necesarias depuraciones.

Como esta, aguardan noches sin dormir, que no sean mil y una.

Salvar el fuego

Durante un viaje en tren, en una tierra que aun no acepta del todo a la primavera, leí las últimas páginas.

De este portento de novela no sales inmune.

Violencia y corrupción conviven con un tipo de amor que besa y quema, lame, penetra, perfora, transforma y redime. Contra todo fuego, lo impensable es el único camino posible.

Arriaga sabe construir voces con timbre y saliva. Reinventa registros de lenguaje con tal pericia que el lector padece la dulce, la aguda, la más honda rendición. Lo poético y lo prosaico convergen en el idioma, las relaciones, los espacios, en todas las vísceras de la historia. Y como pulsación ininterrumpida, la escritura es personaje y arma, recurso de búsqueda, forma ineludible de salvación.

Preguntas y certezas surgen como estampida, cuánto quisiera conversar con el autor.

El aire que no se ajusta a la primavera se alinea con las sensaciones que deja el libro. Es de los que no se olvidan, de los que se discuten y disectan, de los que se recomiendan a lectores experimentados y a lectores noveles y a todo aquel que sabe cómo la literatura pesa en el humano devenir.

#GuillermoArriaga

Boleros, madre

Recoger a mi madre tras un día navaja. 

Sentir su compañía,
su alegría por tener la mía.

Llevarla a escuchar la música
que le tejió la historia.

Ver su asombro, encontrarle las nostalgias.

Conocerle otros fantasmas,
comprender la luz de sus boleros.

Tomar sus manos,
agradecer la dicha,
la fortuna,

nuestra historia.
Marian Corzo

“Usted me desespera,
me mata, me enloquece
Y hasta la vida diera por vencer el miedo…”

Traemos amuletos

Lo nuestro era asunto de puras mujeres. Cuatro hermanas y la madre y el fantasma de un padre que murió absurdamente pronto, casi antes de que todo empezara.

Las rutinas, los planes, los sueños, las palabras y las certezas fueron siempre cuestión femenina. El día de la mujer sucedía a diario, acontecimiento cotidiano que dábamos por hecho.

Creer en nosotras era natural, espontáneo. La jerarquía era una escalera con olor a perfume, la madre en el escaño supremo. No necesitábamos más validación que la del instinto o la de nuestra tribu.

Quizás no queríamos conocer la vorágine que agitaba al mundo afuera de nuestro lugar pequeño. Sin embargo, el movimiento de los años no sabe detenerse.

De aquel tiempo trajimos amuletos, recuerdos con fuerza volcánica, intuición.

Con intensidad a veces o titubeo otras, permanecen en nosotras, como si la vida desde siempre supiera lo que llegaría al salir de aquel lugar del pasado.

Ese fin

Hubo un tiempo en el que la imaginación era una fiesta perpetua de fuegos artificiales, la curiosidad, un apetito insaciable y feliz, la vida, aventura pura.

Tan lejano quedó ese tiempo que su puente se cuenta en décadas. Tan breve su curso que no llegó a dos dígitos.

La infancia, el jardín de esperanzas y esplendores posee algunas onzas de crueldad.

Muere demasiado pronto, de un momento a otro. Su fin es una violencia que no deja de aullar.